Si te preguntas si ser
escritor deberías saber lo que opino de los que "no lo son":
pueden sacar novelas, libros, escribir cuentos, ensayos, diarios,
reseñas y notas y seguir su vida trabajando en lo que les de
trabajo. Es genial, yo creo que escribir es genial y que nadie
debería dejar de hacerlo; es más, es más productivo muchas veces
que hablar con alguien de nada.
Luego también está quien
lo intenta, y que si no tiene pasión por lo que hace, sino está
dispuesto a experimentar, investigar, informarse, leer y dedicarle
tiempo a lo que tiene que pensar que deba haber en su escrito, no
merece más que oportunidades, pero tampoco es aquel que se dedica en
exclusividad.
Aquí voy a dejarles una
confesión sobre lo que es ser enteramente un artista, un escritor,
sino uno grande, por lo menos uno bueno. Yo he leído enteramente
este ensayo de Robert Louis Stevenson y no he podido más que
imaginar responderle -un poco tarde- pero que perdurará igualmente a
lo largo del tiempo. Me he sentido totalmente identificado con lo que
dice, por lo menos en la primera parte que comparto con vosotros, y
me ha animado y motivado a que aquella persona que como yo no sabe
que hacer, tiene imaginación, le divierte y sabe hacerlo además
como cosa normal -con sus facilidades, sus más y sus menos- que se
anime a intentarlo. Nunca se sabe cuando viene bien la creatividad,
pero yo les aseguro que siempre. No siempre la respuesta más lógica
o obvia es la idónea, pero con un poco de suerte verá cada uno a
qué quiere dedicarse enteramente y por completo. Yo ya renuncié a
mi vida social hace mucho tiempo, y tampoco me arrepiento de ello, ni
lo hecho en falta más de tres veces por semana... cuatro algunos
jueves. Pero me he obligado a elegir que yo nunca he sido un hombre
de biblioteca, ni mucho menos de universidad, no he sido más que una
persona curiosa dispuesto a fantasear con lo que piensa y sueña y
muy a menudo son cosas tan interesantes como útiles. He descubierto
muchas cosas y aprendido otras tantas y me gusta dejar siempre un
pedacito de eso al igual que dejo un pedacito de mi -y de mi vida-
por dedicarme a compartir y fomentar la creatividad, porque no
pretendo desilusionar a nadie sino al revés, motivarle a conocer sus
limitaciones.
Y es que eso es todo,
limitaciones, las cosas que nos limitan, cuando se es consciente de
ellas, es cuando podemos liberarnos de las cadenas que llamamos miedo
-o respeto- hacia lo que nos priva de algo que puede que no sepamos
si queremos alcanzar, pero que siempre está bien sentirse bien por
cumplir algo que se quería acabar.
Esta es mi pequeña
introducción sobre el artista y cómo serlo o cómo debe pensar y
piensa uno, si te has convencido de tu ser o si quieres disfrutar de
cómo piensa un artista -un escritor en este caso- procede a
deleitarte con alguien que expresó lo que yo siento mucho mejor que
yo mismo. Porque se puede, porque sino los artistas no tendríamos
lugar en este mundo. Porque nos gusta hacer disfrutar con cada línea,
palabra, idea y personaje. Porque ser artista es ser un personaje.
Porque existo copio tal cual:
ENSAYOS
SOBRE LA ESCRITURA
CARTA
A UN JOVEN QUE SE PROPONE ABRAZAR LA CARRERADEL ARTE
Con
la seductora franqueza de la juventud me plantea una cuestión de
indudable importancia para usted y
(cabe
pensar también) de cierta trascendencia para la humanidad: ¿ha de
ser o no artista? Es ésta una
pregunta
a la que debe responder usted mismo; lo más que puedo hacer por
usted es atraer su atención
sobre
algunos factores que debe tener en cuenta; y empezaré, como es
probable que termine, asegurándole
que
todo depende de la vocación.
Saber
lo que a uno le gusta marca el comienzo de la sabiduría y de la
madurez. La juventud es una edad
totalmente
experimental. La esencia y el encanto de esa época ajetreada y
deliciosa residen tanto en la
ignorancia
de uno mismo como en la ignorancia de la vida. Una y otra vez aúna
el hombre joven estas dos
incógnitas,
ya en un ligerísimo roce, ya en un abrazo amargo; con un placer
exquisito o con un dolor
punzante;
pero en ningún caso con indiferencia, a la cual es totalmente ajeno,
o con ese sentimiento
cercano
a la indiferencia, la aceptación. Si se trata de un joven sensible,
que se excita con facilidad, el
interés
por esta serie de experimentos excederá con mucho el placer que de
ellos derive. Aunque así lo
crea,
no ama la belleza ni busca el placer; su objetivo será cumplir su
vida y degustar la diversidad del
destino
humano, y en ello hallará suficiente recompensa. Porque hasta que la
cuchilla de la curiosidad se
embota,
todo lo que no es vida y búsqueda desaforada de experiencias ofrece
para él un rostro de repulsiva
aridez
que difícilmente podrá evocar más tarde; o, de haber alguna
excepción -y el destino entra aquí en
escena-,
es en los momentos en que, hastiado o ahíto de la actividad primaria
de los sentidos, revive en su
memoria
la imagen de los placeres y las penas pasados. De esta suerte,
rechaza las profesiones rutinarias y
se
inclina insensiblemente hacia la carrera del arte que solamente
consiste en saburear y dar cuenta de la
experiencia.
Esto,
que no es tanto vocación por un arte cuanto impaciencia para con las
restantes ocupaciones
honradas,
se presenta frecuentemente aislado; y siendo así, se va borrando con
el paso de los años. Bajo
ningún
concepto se le debe prestar atención, pues no es una vocación, sino
una tentación; y cuando, hace
días,
su padre desaprobó de forma tan cruda (y a mi juicio) tan certera su
ambición, no es improbable que
recordase
un episodio similar de su pasado. Porque acaso la tentación sea tan
frecuente como la vocación
es
rara. Además, hay vocaciones imperfectas; hay hombres vinculados no
tanto a un arte en particular
cuanto
al ars
artium general,
base común de todo arte creativo; ora se entregan a la pintura, ora
estudian
contrapunto
o pergeñan un soneto: todo con idéntico interés, no pocas veces
con conocimientos genuinos. Y
de
esta disposición, cuando despunta, me resulta difícil hablar; pero
le aconsejaría dedicarse a las letras,
pues,
al servicio de la literatura (red de tan amplia cabida), toda su
erudición pudiera serle útil algún día y, si
continuara
trabajando y se convirtiera al cabo en un crítico, sabría utilizar
las herramientas necesarias. Por
último,
llegamos a esas vocaciones que son, a la vez, claras y decisivas; a
los hombres que llevan en las
venas
el amor a los pigmentos, la pasión por el dibujo, el talento para la
música o el impulso de crear
mediante
las palabras, de la misma forma que otros, o acaso los mismos, nacen
amantes de la caza, el mar,
los
caballos o el torno. Están predestinados; si un hombre ama su oficio
con independencia del éxito u la
fama,
los dioses han llamado a su puerta. Tal vez posea una vocación más
amplia: sienta debilidad por
todas
las artes, y pienso que a menudo éste es el caso; pero es en esa
disciplinada entrega a una sola, en el
entusiasmo
inquebrantable por los logros técnicos y (quizá por encima de todo)
en la candorosa actitud con
que
acomete su insignificante empresa con una gravedad propia de los
cuidados del imperio y estima
valioso
conseguir, a cualquier coste de trabajo y tiempo, la mejora más
insignificante, donde hallamos
huellas
de su vocación. La ejecución dc un libro, de una escultura, de una
sonata deben emprenderse con la
insensata
buena fe y el espíritu incansable de un niño que juega. ¿Merece
la pena? Siempre
que al artista
se
le ocurre hacerse esta pregunta, ampara una respuesta negativa. No se
le ocurre al niño que juega a los
piratas
en un sillón del comedor, ni tampoco al cazador que rastrea su
presa; la ingenuidad de aquél y el
ardor
de éste debieran fundirse en el corazón del artista.
Si
descubre en usted inclinaciones tan acusadas, no haya lugar para
vacilaciones: ríndase a ellas. Y
observe
(pues no es mi intención desalentarle excesivamente) que, al
principio, nuestra natural disposición
no
se consuma con brillantez o, diré más bien, con tanta regularidad.
El hábito y la práctica afilan los
talentos;
la perseverancia resulta menos desagradable, y con el paso del tiempo
es incluso bien acogida; por
vaga
que sea la inclinación (si es genuina) se convierte, practicada con
asiduidad, en una pasión
absorbente.
Pero ahora será bastante si al volver la vista atrás en un
intervalo de tiempo razonable
comprueba
que el arte elegido tiene más cualidades que las que se arrogara en
su momento entre los
multitudinarios
intereses de la juventud. Si la devoción acude en su ayuda, el
tiempo hará el resto; y pronto
todos
y cada uno de sus pensamientos estarán empeñados en la tarea amada.
Mas,
me recordará, pese a la devoción, pese a desplegar una actividad
grata y perseverante, muchos
artistas,
a la vista de los resultados, viven su vida totalmente en vano:
artistas a millares y ni una sola obra
de
arte. Recuerde, a su vez, que la mayoría de los hombres son
incapaces de hacer algo razonablemente
bien,
y entre otros cosas, arte. El artista inútil no habría sido un
panadero del todo incompetente. Y el artista,
incluso
si no divierte al público, se divierte a sí mismo; al menos ese
hombre será más feliz gracias a sus
horas
de vigilia. Este es el aspecto práctico del arte: una fortaleza
inexpugnable para el practicante sincero.
Los
beneficios directos -el salario del oficio- son reducidos, pero los
beneficios indirectos -el salario de la
vida-
son incalculables. No existe otro negocio que ofrezca al hombre su
pan de cada día en términos tan
convenientes.
El soldado y el explorador experimentan emociones más vivas, pero a
costa de penalidades
crueles
y períodos de tedio que hacen enmudecer. En la vida del artista
ningún momento debe transcurrir sin
deleite.
Tomo como ejemplo al autor con quien estoy más familiarizado; no
dudo que ha de trabajar con un
material
díscolo y que el mismo acto de escribir perjudica y pone a prueba
tanto sus ojos como su carácter;
pero
obsérvele en su estudio, cuando las ideas se agolpan en su mente y
las palabras no le faltan: en qué
corriente
continua de pequeños éxitos transcurre su tiempo; con qué
sensación de poder, como la de quien
moviera
montañas, agrupa a sus personajes menores; con qué placer para la
vista y el oído ve crecer la
etérea
construcción sobre la página; y cómo se esmera en un oficio al
cual afluye todo el material de su
existencia
y abre una puerta a todos sus gustos, preferencias, odios y
convicciones, de modo que llega a
escribir
lo que ansiaba expresar. Es posible que haya gozado mucho en el
grande y trágico patio de recreo
del
mundo; pero ¿qué habrá gozado con más intensidad que una mañana
de trabajo fructífero?
Supongamos
que está pésimamente retribuido; lo sorprendente en verdad es
recibir retribución de cualquier
especie.
Otros hombres pagan, y con largueza, por placeres menos deseables.
Pero
el ejercicio del arte no sólo reporta placer; trae consigo una
admirable disciplina. Pues el artista se guía
enteramente
por el honor. El público ignora o conoce bien poco los méritos en
busca de los cuales está
condenado
a invertir la mayor parte de sus esfuerzus. Una determinada
concepción, una energía personal o
algún
acierto de poca monta que el hombre de temperamento artístico
obtiene con facilidad, tales son los
méritos
que se reconocen y valoran. Pero a aquellos más exquisitos detalles
de perfección y acabado que el
artista
desea con vehemencia y siente de forma tan acusada, por los que
(utilizando las vigorosas palabras
de
Balzac) ha de luchar «como un minero sepultado bajo un corrimiento
de tierra», por los que día a día
recompone,
revisa y rechaza, a aquéllos, la gran mayoría de su audiencia
permanecerá ciega. De estas
penalidades
ignoradas, y en el caso de que alcance elevadas cotas de mérito,
acaso responda con justicia la
posteridad;
en el caso, más probable, de que fracase, siquiera por el margen de
un cabello con respecto a la
cota
más elevada, tenga la seguridad de que pasarán inadvertidas: A la
sombra de este gélido pcnsamiento,
a
solas en su estudio, el artista debe día a día ser fiel a su ideal.
En la fidelidad radica la nobleza de su
existencia;
por ella el ejercicio de su arte le acrisola y fortalece el carácter;
también gracias a ella la adusta
presencia
del gran emperador se volvió (siquiera un momento) condescendiente
hacia los seguidores de
Apolo,
y aquella voz suave y enérgica pidió al artista que festejara su
arte.
Aquí
conviene hacer dos advertencias. Primera, si desea continuar siendo
su única ley, vigile las primeras
señales
de pereza. En puridad, este idealismo sólo puede sustentarse merced
a un esfuerzo constante;
pues
el nivel de exigencia se rebaja con enorme facilidad, y el artista
que se dice a sí mismo «así
será
suficiente»,
ya está condenado; en ocasiones (especialmente en ocasiones
desafortunadas), tres o cuatro
éxitos
mediocres bastan para falsificar un talento, y en el ejercicio del
periodismo se corre el riesgo de
tomarle
afición a la negligencia. Existe este peligro, no siendo menor el
segundo. La conciencia de hasta qué
extremo
el artista es (debe ser) su propia ley, corrompe a las cabezas
mediocres. Sensibles a la existencia
de
recónditas virtudes difíciles de alcanzar, muchos artistas que
formulan o asimilan recetas artísticas o se
enamoran
tal vez de alguna habilidad particular, olvidan el objetivo de todo
arte: deleitar. Indudablemente es
tentador
abominar del burgués ignorante; empero, no debe olvidarse que él es
quien nos paga y (salta a la
vìsta)
por servicios que desea ver realizados. Considerándolo
adecuadamente, se plantea con ello una
trascendental
cuestión de honestidad. Ofrecer al público lo que no desea y
esperar su aplauso es extraña
pretensión,
aunque muy corriente, sobre todo entre los pintores. En este mundo la
primera obligación de
cualquier
hombre es ser solvente; conseguido esto, puede entregarse a todas las
extravagancias que le
plazcan;
pero quede bien claro que sólo entonces. Hasta ese momento deberá
cortejar con asiduidad al
burgués
que lleva la bolsa. Y si en el curso de tales capitulaciones
falsifica su talento, demostrará con ello
que
éste nunca fue excesivamente sobresaliente y que ha preservado algo
más importante que el talento: el
carácter.
Y si es tan independiente que no ha de doblegarse a la necesidad, aún
tiene otra salida: dejar a un
lado
su arte y llevar un estilo de vida más viril.
Al
hablar de un estilo de vida más viril, debo ser franco. Vivir a
expensas de un placer no es una vocación
muy
elevada; aunque veladamente, entraña algún patronazgo; el artista
se cuenta, por ambicioso que sea,
entre
las chicas de baile y los marcadores de billar. Los franceses
entienden la evasión romántica como una
ocupación
y a sus practicantes las llaman «hijas de la alegría». El artista
pertenece a la misma familia, es
uno
de los «hijos de la alegría» que ha elegido su oficio para
deleitarse, se gana el pan deleitando al prójimo
y
se ha desprendido de la dignidad más severa del hombre. No hace
mucho algunos periódicos denostaron
el
título nobiliario de Tennyson; y este «hijo de la alegría»
recibió reproches por condescender y seguir el
ejemplo
de lord Lawrence, lord Cairns y lord Clyde. El poeta estuvo más
inspirado; aceptó el honor con más
modestia;
y los periodistas anónimos (si he de creerles) no han reparado
todavía el vicario ultraje a su
profesión.
Estos caballeros podrán hacerse más justicia a sí mismos cuando
les llegue su turno; y me
agradará
saberlo, pues a mis ojos bárbaros incluso lord Tennyson aparece un
tanto fuera de lugar en
semejante
reunión; no debería haber honores para el artista; el ejercicio de
su arte ya le ofrece mayor
recompensa
de la que en vida le corresponde; y antes que el arte, otros oficios,
menos atractivos y acaso
más
útiles, han hecho valer su derecho a tales honores.
Pero
la maldición de las ocupaciones destinadas a deleitar es el fracaso.
En ocupaciones más corrientes el
hombre
se ofrece para producir un artículo o realizar un objeto determinado
puramente convencional,
proyecto
en el que (casi podemos afirmar) el fracaso es muy difícil. Mas el
artista se aparta de la multitud y
se
propone deleitar: proyecto impertinente en el que no hay fracaso que
no esté envuelto en odiosas
circunstancias.
La infeliz «hija de la alegría» que pasea sus galas y sonrisas
inadvertida entre la multitud
compone
una estampa que no podemos evocar sin un sentimiento de lacerante
compasión. Tal es el
prototipo
del artista fracasado. Como ella, el actor, el bailarín y el
cantante deben mostrarse en público y
apurar
personalmente la copa de su fracaso. Y aunque todos los demás
escapemos a la suprema amargura
de
la picota, en esencia tarnbién cortejamos a la humillación. Todos
profesamos ser capaces de gustar.
¡Qué
pocos lo logramos! Todos nos comprometemos a seguir siendo capaces de
gustar. Pero a cada cual
incluso
al más admirado, le llega el día en que su ardor declina; pierde la
astucia y, avergonzado, se sienta
junto
a la barraca desierta. Entonces se verá en la necesidad de hacer
algún trabajo y se sonrojará al
cobrarlo.
Entonces (como si el destino no fuese ya suficientemente cruel) habrá
de padecer las burlas de los
raqueros
de la prensa, quienes ganan su amargo pan execrando la basura que no
han leído y ensalzando la
excelencia
de lo que son incapaces de comprender.
Y
advierta que éste parece ser el final cuando menos inevitable de los
escritores. Les
Blancs et les Bleus
(por
ejemplo) reúne méritos muy diferentes a los del Vicomte
de Bragelonne;
y si existe algún caballero que
soporte
espiar la desnudez de Castle
Dangerous,
su nombre, según creo. es Ham: bástenos a nosotros leer
sobre
ello (y no sin derramar lágrimas) en las páginas de Lockhart. Así,
en la vejez, cuando el confort y un
quehacer
se hacen más necesarios, el escritor debe abandonar a la par su
medio de vida y su pasatiempo.
Sin
duda el pintor que ha logrado retener la atención del público gana
fuertes sumas y hasta muy avanzada
edad
puede permanecer junto a su caballete sin fracasos ignominiosos. El
escritor, al contrario, padece el
doble
infortunio de estar mal retribuido cuando trabaja y de no poder
trabajar en la vejez. Por ello su estilo de
vida
le lleva a una situación falsa.
Pero
el escritor (pese a los notorios ejemplos en sentido contrario) debe
procurar estar mal pagado.
Tennyson
y Montépin se ganaron la vida espléndidamente; pero no todos
podemos esperar ser Tennyson ni
acaso
desear ser Montépin. Si uno ha adoptado un arte como oficio,
renuncie desde el principio a toda
ambición
económica. Lo más que puede honradamente esperar, si tiene talento
y disciplina, es obtener los
mismos
ingresos que un oficinista invirtiendo la décima, si no la vigésima
parte de su energía nerviosa.
Tampoco
tiene derecho a pedir más; en el salario de la vida, no en el del
oficio, está su recompensa; así, el
salario
es el trabajo. Es evidente que no me inspiran simpatía los vulgares
lamentos de la clase artística.
Quizá
olvidan el sistema de aparcería de los campesinos; ¿o piensan que
no cabe trazar paralelismos? Tal
vez
no hayan reparado nunca en la pensión de retiro de un oficial de
campo; ¿o es que creen que su
contribución
a las artes cuyo destino es agradar es más importante que los
servicios de un coronel?
¿Olvidan
con qué poco se conformó Millet para vivir? ¿O piensan que el
tener menos genio les exime de
mostrar
iguales virtudes? No debe existir ninguna duda sobre este aspecto: un
hombre que no es frugal, no
tiene
nada que hacer en las artes. Si no es frugal sus pasos le conducirán
hacia el trágico fin del vieux
saltimbanque;
si no es frugal, cada vez le será más difícil ser honesto. Un día,
cuando el carnicero llame a su
puerta,
acaso le tiente o se vea obligado a producir y vender una obra
desaliñada. Si esta necesidad no es
producto
de su propia desidia, aún será digno de elogio; pues faltan
palabras que puedan expresar hasta
qué
punto es más necesario para un hombre mantener a su familia que
conseguir -preservar- alguna
distinción
en las artes. Pero si es responsable de su indigencia, roba, roba a
quien puso confianza en él, y (lo
que
es peor) roba de forma tal que siempre sale impune.
Y
ahora quizá me pregunte: si el artista en cierne no debe pensar en
el dinero ni (como se infiere) tampoco
esperar
honores de Estado, ¿puede al menos ansiar las delicias de la
popularidad? La alabanza, dirá, es un
plato
codiciable. Y mientras se refiera a la acogida de otros artistas,
apunta hacia uno de los placeres más
esenciales
y duraderos de la carrera del arte. Pero si tiene la vista puesta en
los favores del público o en la
atención
de la prensa, tenga la certeza de estar alimentando un sueño. Es
cierto que en determinadas
revistas
esotéricas el autor, pongamos por caso, es criticado puntualmente, y
que a menudo se le elogia
más
de lo que merece, a veces por méritos que él mismo tenía a gala
despreciar, y otras por hombres y
mujeres
que se han negado a sí mismos el placer de leer su obra. Pero si el
hombre es sensible a estas
alabanzas
desaforadas, cabe esperar que también lo sea a aquello que a menudo
las acompaña e
inevitablemente
las sigue: un desaforado ridículo. Cualquier hombre, después de
triunfar durante años,
puede
fracasar; tendrá noticia de su Eracaso. O puede haber triunfado
durante años y seguir siendo una
punta
de lanza de su arte aunque sus críticos se hayan cansado de
elogiarle, o habrá surgido un nuevo ídolo
del
momento, alguna «figura de relumbrón» a quien prefieren ahora
ofrecer sus sacrificios. Tal es el anverso
y
el reverso de esa fea y vacía institución llamada popularidad.
¿Creerá algún hombre que merece la pena
conseguirla?
*
ACERCA
DE LA ELECCION DE PROFESION
El
manuscrito original de este ensayo permaneció entre un montón de
viejos papeles durante años y
siempre
se había tomado como la «Carta a un joven que se propone abrazar la
carrera del arte». Sin
embargo,
recientemente un examen más cuidadoso reveló que se trataba de una
obra inédita, y durante
algún
tiempo fue objeto de todo tipo de elucubraciones sobre su origen y la
razón de su supresión. Su
carácter
general, la particular calidad del papel, incluso su misma letra,
todo indicaba que se había
compuesto
en Saranac, en el invierno de 1887-88. Pero ¿por qué se había
suprimido?
Entonces,
en la forma oscura y vacilante en que suelen suceder estas cosas,
empecé a recordar su historia.
Se
había juzgado cínica, de un tono demasiado sombrío, que
desentonaba demasiado con la filosofía
habitualmente
asociada a R. L. S. Se pensó que, en lugar de ayudar al joven, más
bien habría de
desalentarle
y deprimirle. Por esa razón se había ignorado en favor de otro
ensayo sobre la carrera del arte.
Hasta
qué punto es acertada su publicación es algo que los lectores
deberán decidir. Se diría que nos
oponemos
a los deseos del autor, quien evidentemente se alegró de que cayese
en el olvido; sin embargo,
por
otro lado, no parece correcto escamotear un esfuerzo tan grande, tan
brillante y de un humor tan ceñudo
a
los muchos que encontrarían placer en ello. A fin de cuentas,
debemos tener en consideración a quienes
no
son el joven caballero; y puestos estos últimos sobre aviso, tal vez
no recibamos ningún reproche de los
amantes
de la literatura, sino que, por el contrario, nos granjeemos su apoyo
y alabanza por la medida que
hemos
adoptado. (L.
Osbourne.)
Me
escribes, estimado amigo, pidiendo consejo en uno de los momentos más
trascendentales de la vida de
un
hombre joven. Te dispones a elegir una profesión; y con una
incertidumbre muy estimable a tu edad,
dices
que agradecerías recibir alguna guía para tu elección. Nada más
propio de la juventud que buscar
consejo;
nada más adecuado a la madurez que estar en disposición de darlo; y
en una civilización antigua y
complicada
como la nuestra en la cual las personas prácticas alardean de una
suerte de filosofía empírica
superior
a los demás, sería muy natural que esperases encontrar una
respuesta cumplida a tales cuestiones.
Para
los dictámenes de la filosofía empírica recurres a mí. ¿Cuáles,
preguntas, son los principios que siguen
habitualmente
los hombres juiciosos en encrucijadas críticas semejantes? Confieso
que me coges
desprevenido.
He examinado mis propios recuerdos; he preguntado a otros; y con la
mejor voluntad por
serte
de más ayuda, temo que lo único que puedo decirte es que, en tales
circunstancias, el hombre juicioso
actúa
sin atenerse a principio alguno. Te sientes defraudado; también fue
doloroso para mí; pero, a fuer de
sincero,
te repito que la sabiduría nada tiene que ver con la elección de
una profesión.
Todos
conocemos las patrañas que la gente dice habitualmente al respecto.
La dificultad radica en penetrar
estos
aspavientos y descubrir lo que piensan y debieran decir: ejecutar, en
suma, la operación socrática.
Cuantas
más respuestas hechas se den a una pregunta, más abstrusa se vuelve
ésta, pues aquellos sobre
los
que hacemos tales pesquisas se ven menos obligados a pensar antes de
responder. Estando el mundo
más
o menos invadido de ansiosos indagadores de la persuasión socrática,
el objeto de una educación
liberal
habría de ser equipar a las personas con un número considerable de
estas respuestas a modo de
salvoconducto;
de manera que en sus quehaceres les vaya a las mil maravillas sin
necesidad de pensar.
¿Cómo
puede un banquero saber lo que en realidad piensa? Dirigir el Banco
ocupa todo su tiempo. Si viera
a
un grupo de peregrinos caminando como si hubiesen hecho una apuesta,
los dientes bien apretados, y se
le
ocurriese preguntarles uno por uno: ¿a dónde se dirigían?, y de
cada uno de ellos obtuviera la misma
respuesta:
que, a decir verdad, tenían todos tanta prisa que nunca habían
encontrado un momento de
respiro
para indagar sobre la naturaleza de su misión: confiese, mi estimado
amigo, que le asombraría su
indiferencia.
¿Acaso voy demasiado lejos si digo que ésta es la condición de la
gran mayoría de los hombres
y
de casi todas las mujeres?
Detengo
a un banquero.
«Buen
amigo», digo, «concédame un instante».
«No
tengo tiempo que perder», responde.
«¿Por
qué?», pregunto.
«Debo
dirigir el Banco», contesta. «Estoy tan ocupado todo el día
dirigiendo el Banco que apenas tengo un
minuto
de reposo para las comidas».
«Y
qué es», continúo el interrogatorio, «¿dirigir un Banco?».
«Señor»,
dice él, «es mi ocupación».
«¿Su
ocupación?», repito. «¿Y cuál es la ocupación de un hombre?».
«¡Diantre!»,
exclama el banquero. «La ocupación de un hombre es su deber». Y
acto seguido se aleja de
mí,
y le veo deslizarse hacia su lugar de esparcimiento.
Esta
clase de respuesta invita a refexionar. ¿Es la ocupación de un
hombre su deber? ¿No debiera quizá su
deber
ser su ocupación? Si mi deber no es dirigir un Banco (y sostengo que
no lo es), ¿es entonces el de mi
amigo
el banquero? ¿Quién le dijo que era así? ¿Está escrito en la
Biblia? ¿Está seguro de que los Bancos
son
una buena obra? ¿No habría sido quizá su deber mantenerse al
margen y dejar que otro se encargara
del
Banco? ¿No debiera haber sido más bien capitán de un buque? Todas
estas preguntas pueden
resumirse
bajo un mismo rótulo: el grave problema que mi amigo ofrece a la
consideración del mundo: ¿por
qué
es banquero?
Bien;
¿por qué? Creo que hay una razón fundamental: el hombre fue
atrapado. La educación, tal y como se
entiende,
es una forma de encinchar a los jóvenes con las intenciones más
amigables. Nuestro amigo
apenas
empezaba a usar pantalones cuando le llevaron a fustazos al colegio;
apenas acabado el colegio, lo
metieron
de contrabando en una oficina; apuesto diez contra uno a que, por
añadidura, le casaron; y todo
antes
de que tuviera tiempo de imaginar que había otros caminos
practicables. Pom, pom, pom; debes llegar
puntual
al colegio; debes hacer tu Cornelio Nepote; debes tener las manos
limpias; debes ir a fiestas -un
joven
tiene que relacionarse- y, finalmente, debes aprovechar esta
oportunidad en el Banco. Desde el
principio
le han acostumbrado a bailar al son de la flauta; y se alista en la
legión de empleados de Banca por
la
misma razón que iba a la escuela al dar las ocho. Entonces, al fin,
frotándose las manos con una sonrisa
satisfecha,
el padre guarda la flauta mágica. El encantamiento, señoras y
señores, se ha cumplido; el
mozalbete
de nalgas montaraces ha sido domesticado; y ahora se sienta y escribe
aplicadamente. De esta
forma
convertimos hombres en banqueros.
Sin
duda has visto alguna vez cómo lavan a las ovejas, operación
enérgica y arbitraria donde las haya; pero
¿qué
es esto, como objeto de meditación, comparado con ese pobre
animalejo, el Hombre, abandonado a
su
albedrío en este mundo atronador, acorralado por robustos perros
guardianes, llevado por el pánico antes
de
tener suficientes luces para comprender su causa, que pronto corre
despavorido a la cabeza de la
estampida
general? Puede que, con los años, siga el curso de sus pensamientos
y empiece vagamente a
considerar
las razones que determinaron su rumbo y la desenfrenada actividad
desplegada en esa dirección.
Y
también es posible que la imagen evocada sea de su agrado, y
descubra cincuenta cosas peores por una
que
habría sido mejor; y aun en el caso de que tomase otra alternativa y
lamentara con amargura sus
circunstancias
actuales, y amargamente reprobase las intrigas que condujeron a tal
estado, lo cierto es que
sería
demasiado tarde para entregarse a tales devaneos. Cuando el tren ha
partido, es demasiado tarde
para
deliberar sobre la necesidad del viaje: la puerta está cerrada, el
expreso desgarra la tierra a sesenta
millas
por hora; más le valiera entregarse al sueño o leer el periódico y
desechar pensamientos inútiles. Por
la
ventanilla contempla muchos lugares atractivos: una casa de campo en
medio de un jardín, unos
pescadores
a la orilla del río, unos globos volando por el cielo; mas, por lo
que a él respecta, todos sus días
están
ocupados y debe ser banquero hasta el fin.
Si
las intrigas empezasen solamente en el colegio, si tan siquiera los
mentores y amigos más influyentes
hiciesen
una elección propia, aún cabría filosofar sobre el asunto. Pero no
es posible. También ellos fueron
atrapados;
no son más que elefantes domesticados que inconscientemente tienden
una celada a su prójimo,
de
la misma forma que ellos fueron atrapados por elefantes previamente
domesticados. Todos hemos
aprendido
nuestros trucos en cautividad, alentados por Mrs. Grundy y su sistema
de castigos y
recompensas.
El chasquido de la tralla y el pesebre de forraje: la bofetada y la
invitación a cenar: la horca y
el
catecismo: una palmadita en la cabeza y un doloroso latigazo en la
palma de la mano: tales son los
elementos
de instrucción y los principios de la filosofía empírica.
A
principios del siglo diecisiete, sir Thomas Browne ya había reparado
en el hecho asombroso de que la
geografía
constituya una parte considerable de la ortodoxia, y de que un hombre
que, por nacer en Londres,
se
convierte en protestante devoto, sería igualmente un devoto hindú
si hubiera visto la luz por primera vez
en
Benarés. Esta es una parte pequeña, aunque importante, de lo que
nuestro lugar de nacimiento dispone
para
nosotros. El inglés bebe cerveza y saborea el licor en la garganta;
el francés bebe vino y lo degusta en
el
paladar. De ahí que una sola bebida le dure al francés toda la
tarde, y que el inglés no pueda estar mucho
tiempo
en un café sin beberse media barrica. El inglés se da un baño de
agua fría todas las mañanas; el
francés,
un baño de agua caliente de cuando en cuando. El inglés tiene una
familia numerosísima y muere
en
la penuria; el francés se retira con buenos ingresos y tres hijos
como máximo. De esta forma la tendencia
nacional
dominante nos persigue en la intimidad de nuestra vida, dicta
nuestros pensamientos y nos
acompaña
hasta la tumba. No hacemos nada, ni decimos o usamos nada que no
lleve estampado el escudo
de
armas de la Reina. Somos ingleses de pies a cabeza, y hasta los
tuétanos. No hay un solo dogma entre
aquellos
que nos sirven para guiar a los jóvenes que no aprendamos nosotros
mismos, entre el sueño y la
vigilia,
entre la vida y la muerte, dejando la razón en completo suspenso.
«Pero,
señor», me preguntarás, «¿entonces no existe la sabiduría en
este mundo? ¿Y cuando mi admirado
padre
me urgió con las expresiones más conmovedoras a decidirme por algún
empleo honesto, lucrativo y
laborioso...?».
Basta,
señor; sigo el hilo de tus razonamientos y les daré respuesta lo
mejor que pueda. Tu padre, a quien
profeso
gran estima, es, me enorgullece saberlo, un cristiano practicante:
por ello, el evangelio es o debiera
ser
su norma de conducta. Evidentemente ignoro los términos empleados
por tu padre; pero cito aquí una
carta
perentoria escrita por otro padre, un hombre sensato, íntegro, de
una gran energía y cristiano poder de
persuasión,
que quizá haya expresado el sentir general con cándida franqueza:
«Has llegado a esa etapa de
la
vida», le escribe a su hijo, «en que tienes razones para considerar
la absoluta necesidad de hacer
provisión
para el tiempo en que se te pregunte: ¿quién es este hombre? ¿Hace
algo bueno en el mundo?
¿Tiene
las condiciones para ser «uno de los nuestros»?. Te ruego»,
continúa con emoción contenida y
llamando
al hijo por su nombre, «te ruego que no juzgues esto con ligereza
hasta que te suceda. Acuérdate
de
ti y actúa como un hombre. Ahora es el momento», y seguía en ese
tono. Este caballero es franco; es
sutil
y tiene que habérselas, al parecer, con un hijo lo bastante sutil
como para sacarle punto a la lógica; de
ahí
la sorprendente agudeza de todo el documento. Pero, estimado amigo,
¡qué principio de vida!: «hacer el
bien
en el mundo» es ser aceptado por la sociedad, al margen de afectos
personales. Podría nombrarte
muchas
formas de maldad infinitamente más sugerentes, ya sea como futuro o
como diversión. Si con
esfuerzo
yo hiciese algún dinero, créeme que sería con un propósito más
atractivo. ¿Pero este hacer dinero
con
esfuerzo? Parece como si hubiese olvidado el evangelio. Su visión de
la vida en nada se parece a la
cristiana
que el anciano caballero profesaba y se proponía sinceramente
practicar. Pero no me atrevo a
extenderme
más sobre esto. Baste con decir que contemplando las manifestaciones
de nuestra sociedad
cristiana,
a menudo me he sentido tentado a gritar: ¿Qué es, entonces, el
Anticristo?
Como
quiera que sea, una sabiduría que profesa un conjunto de principios
y actúa guiada por otros no
puede
ser un campo en exceso íntegro o racional de conducta.
Indudablemente, el dinero juega un papel
importante;
y por lo que a mí respecta, ningún hombre habría de sentirse en
paz consigo mismo hasta ser
independiente
y, sobre esta base, llevar una vida tranquila y transparente. Pero en
este punto se me ocurre
una
consideración que es, debo entender, de sorprendente originalidad. Y
es ésta: que, como muchas otras
cosas,
esta cuestión presenta dos caras: ¿Ganar más? Sí, ¿o gastar
menos? Ninguna exigencia obliga a los
hombres
a tener unos ingresos determinados, a menos, es verdad, que hayan
empeñado su alma inmortal
en
ser «uno de los nuestros».
Unos
ingresos razonables son los que cubren tus gastos. Unos ingresos de
lujo, o la opulencia, es más de
lo
que el hombre gasta. Aumenta los ingresos o disminuye los gastos, y
por sorprendente que pueda
parecerte,
amigo mío, obtendrás el mismo resultado. Ya me parece oírte; con
los labios fruncidos me
recuerdas
las privaciones, las penalidades. ¡Ay, amigo!, las privaciones
existen en los dos casos; el
banquero
debe estar sentado en el Banco todo el día, lo que constituye una
seria privación; ¿no concibes
que
el paisajista, a quien tengo por el más humilde y ruinoso de
nuestros contemporáneos, prefiera
sincera
y
deliberadamente
las privaciones de su mundo -no usar guantes, beber cerveza,
alimentarse de chuletas o
incluso
de patatas y, por último, no ser «uno de los nuestros»-, prefiera
sincera y deliberadamente sus
privaciones
a las del banquero? Yo, sí. Sí, amigo mío, te lo repito; yo sí lo
concibo. Créeme, ¡también hay
Rivieras
en la Bohemia!; pero no existe nada más difícil que hacer que la
gente entienda esto: que
ha de
pagar
por su dinero,
y nada tan difícil como hacer que recuerden esto: que para la
mayoría de ellos, el
dinero,
cuando lo tienen, sólo es un cheque con el que adquirir algún
placer. ¿Qué ocurre entonces si un
hombre
encuentra placer en la práctica de un arte? Quizá ganara más con
otro arte; pero aunque el número
de
billetes fuera diferente, la cantidad de placer sería la misma.
Obtiene parte del mismo directamente; a
diferencia
del empleado de Banca, toma vacaciones de quince días y hace lo que
le gusta todo el año.
Cuando
se ponen por escrito, estos lugares comunes adquieren un aire muy
extraño. Mas ello, querido
amigo,
no es culpa mía ni de los lugares comunes. Están ahí. Te lo ruego;
no los juzgues con ligereza. Actúa
como
un hombre. Ahora es el momento.
Todo
esto está muy bien, me dirás; pero no me ayuda a elegir. Una vez
más, querido amigo, me coges en
falta;
no te ayuda. ¿Qué puedo decir? Recuerda que una elección es algo
casi más negativo que positivo.
Se
abraza una causa; pero se abandonan mil. La profesión más liberal
coarta muchos impulsos y mata de
inanición
muchos afectos. Si se trabaja en un Banco, no se puede ir con
frecuencia al mar. No se puede ser
a
un tiempo violinista y pintor de primera fila: por fuerza se pierde
en una de las artes si se persiste en
ambas.
Si tienes la certeza de una preferencia, persevera en ella. Si no es
así... no, amigo mío, no me
corresponde
a mí ni a hombre alguno pasar de este punto. Dios lo creó; yo no. Y
tampoco puedo hacerle de
nuevo.
He oído hablar de un maestro de escuela cuya especialidad consistía
en averiguar la inclinación de
cada
alumno: ¡pobre maestro, pobres alumnos! Por lo que a mí concierne,
si tu corazón no abriga algo
innato,
una preferencia viva, un desdén humano y delicado, te confío a la
corriente; ella te barrerá hacia
algún
lugar. Si posees siquiera un adarme de inclinación, te ayudaré. Si
deseas ser vendedor ambulante, no
se
hable más, aunque te pese al diablo; yo sujetaré el borrico. Si es
tu deseo no hacer nada, una vez más te
confío
a la corriente.
Deploro
profundamente, joven y estimado amigo, no sólo por ti, en quien veo
tan esperanzadoras promesas
para
el futuro, sino por tu dignísimo padre y tu no menos admirable
madre, que mis observaciones no sean
más
concluyentes. De algo puedo preciarme, y es de no haberte ocultado
nada; pero éste, ay, es asunto del
que
puedo adelantarte muy poco. Probablemente no importe mucho aquello
por lo que te decidas; pues, a la
larga,
la mayoría de los hombres se hunden en el grado de estupor necesario
para sentirse satisfechos de
sus
distintas posesiones. Sí, amigo mío, esto he observado. En su
mayoría, los hombres son felices, en la
misma
medida en que son deshonestos. Se embrutecen lo justo; su honor
acepta fácilmente los hábitos
rutinarios
del oficio. Yo te deseo que tu degeneración no te resulte más
dolorosa que a los demás, que
pronto
te hundas en la apatía y que, en un estado de honorable
sonambulismo, te encuentres a salvo
durante
largo tiempo de la tumba hacia la cual nos precipitamos.
28/09/2013
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